Ángel Joel era un joven como todos: estudiante, deportista, alegre… Era un adolescente que le encantaba una fiesta.
Tenía 16 años. Estudiaba 3er año. Levantaba pesas olímpicas. Al igual que su hermana, era el más destacado en levantamiento de pesas en el estado Nueva Esparta. En las vacaciones escolares trabajaba en la playa El Yaque como mesero. Allí se sentía bien porque estaba cerca del mar: le encantaba el mar.
Ángel Joel me decía que no quería que me pasara nada. Yo hacía piñatas, juegos de baños, manualidades. Por eso él trabajaba, para ayudar al padre y ayudarme a mí a cubrir mis gastos para las quimios. Yo tengo cáncer de huesos.
Mi Ángel… Dios… Mi Ángel…
El lunes 17 de agosto de 2015, él se encontraba trabajando en El Yaque. Llegó a la casa a las 9:20 pm. Antes se había quedado con sus compañeros de trabajo. Al llegar a la urbanización siguieron compartiendo. Sus amigos me cuentan que él no quería llegar a su casa, que quería quedarse con ellos, o en casa de su amiga Ingrid. Y los muchachos le decían que se fuera a descansar.
Yo estaba viendo televisión con mi esposo, Joel Torrealba; con Joel Antonio, mi hijo menor, y con mi hija mayor Ingrid Johanli. Luego mi hija y yo nos sentamos afuera de la casa y vimos llegar a Ángel. Venía cansado, se le notaba. Me pidió la bendición y saludó a su hermana. Y nos fuimos para adentro.
Él nos contó lo que había hecho en el trabajo, y que después se habían puesto a jugar en el mar. Hicieron una pirámide humana. A él le tocaba estar en la punta. Al subirse se cayeron todos y él se golpeó en el labio con la rodilla de uno de sus amigos. Mientras nos contaba, se iba comiendo una arepita con queso y café.
Apenas terminó de comer se levantó y fue a bañarse. Antes bebió un poco de agua. Me vio y me dijo: Te amo, pure. Yo le contesté: Más yo, mi bebé. Y lo abracé.
Eran exactamente las 10:30 pm cuando cerré la casa y nos acostamos. Él dormía en un colchón, en el cuarto de nosotros. Estaba tan cansado que con la misma nos pidió la bendición a todos y se durmió. Al rato su papá apagó el televisor y todos nos quedamos dormidos.
De repente, me despierta un ruido fuerte en la calle. Alguien estaba golpeando la puerta de un apartamento. Pero el ruido era muy estremecedor. Yo me levanté y noté que por el vidrio de la ventana de la sala pasaba una luz rojita. Me asomé y vi que había muchos carros y hombres de negro por todos lados. En el porche de mi casa había unos parados frente a la puerta y la ventana. Regresé al cuarto y le dije a mi esposo: Papi, hay hombres de negro afuera y hay muchos carros. Y mi esposo me dijo: Sí negra, acuéstate, que el que no la debe, no la teme.
Son las palabras que hoy en día más odio en esta vida…
En cuestión de un instante, al terminar mi esposo de pronunciar esa bendita frase, escuché un horrible golpe en mi casa.
Rompieron la ventana de la sala. Me tumbaron la puerta y entraron cinco hombres armados. Antes de salir de mi cuarto, intenté despertar a mi hijo. Le toqué su manito diciéndole: ¡Hijo párate! Y él me respondió: ¿Qué mamá?
Todo pasó tan rápido, todo…
Mi hijo estaba tan cansado que ni por el estallido de la ventana, y de la puerta cuando la tumbaron, mi llanto, mi zozobra… Nada lo despertó. No se levantó.
¡Dios qué feo es todo esto! ¡Dios!
Uno de ellos me apuntó a la cabeza. Y veo que sacan a mi esposo en bóxer, golpeándolo, para la sala. Yo les dije: ¡Cuidado, que tengo a dos menores en el cuarto! Mi hijo aún no se levantaba, y no entiendo por qué. Porque él se despertaba con el más mínimo ruido. Era como si Dios y los ángeles no lo dejaban despertar, para que no viera nada. O, no sé…
Me colocaron contra la pared, la que está al lado de la puerta del cuarto. Me inmovilizaron con una rodilla en el estómago. Y me pusieron una pistola en la boca. Parada allí, yo visualicé por completo al hombre que sacó a mi esposo, al que me tenía recostada a la pared, al que sacó a mi hija y golpeó a mi nieta de seis meses: se la arrebataron del pecho de su madre, ella la estaba amamantando, y la tiraron al suelo. Le dejaron una herida en la frente a la bebé. Tenía sangre en su carita.
Luego entra otro corriendo y le da una patada en la cabeza a Ángel Joel. A mi bebé, Joel Antonio, de 6 años para ese entonces, lo agarraron por el pechito y lo pusieron a orillas del hermano.
El que me tenía recostada, me volteó la cabeza hacia donde estaban mis dos bebés… y vi cuando me le disparan cuatro tiros en el pecho a Ángel Joel. Mi hijo pequeño salió bañado de la sangre de su hermano. El cuarto todavía estaba oscuro.
El que mató a mi hijo… nunca se me olvidará su cara. Nunca, nunca.
Empecé a gritar, a pelear, para agarrar a mi Ángel Joel. Lo que conseguí fue que me golpearan hasta vomitar sangre.
Antes de este forcejeo prendieron la luz del cuarto, y vi que el asesino de mi hijo y el que me tenía recostada a la pared se ven a la cara. El asesino le hizo un gesto con la cabeza al otro, como diciéndole que no era el que estaban buscando.
Ahí fue cuando me volví loca.
Llamaba a mi hijo, gritaba, pedía auxilio y me veía sola.
Sacaron a mi hijo pequeño, se lo llevaron hacia una camioneta donde ya estaban su hermana, su hijita y una vecina, a la que le tumbaron la puerta de primero, Yorlemis Hidalgo.
A mí me sacaron a empujones, y yo peleando para ver a mi hijo. Les pedía que por favor me dejaran verlo. Se los suplicaba. Cuando me montaron en esa camioneta yo llamaba a mi hijo. Pedía, seguía pidiendo auxilio.
De repente escuché más disparos. La luz de los disparos salía por la ventana del cuarto. Yo gritaba y lloraba desesperada. No quería creer que esto estuviera pasando en mi vida, en mi familia, y sobre todo con mi hijo…
¡Dios! ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué todo esto?
No entiendo, de verdad, aún no entiendo.
La familia Torrealba Meza en su casa, el 4 de noviembre de 2017.
Alrededor había puros carros, motos, hombres de negro hasta la cabeza. Guardias nacionales, policías, frente a mi casa. Algunos vecinos gritaban están haciendo una redada. Había una camioneta blanca con un logotipo de la PTJ. Unos guardias tenían en el piso a un grupo de hombres y adolescentes de la urbanización. Entre ellos a mi esposo. También vi helicópteros volando y alumbrando con una lámpara muy grande.
A los segundos de la ráfaga de tiros, salió un guardia de mi casa diciendo: ¡Fue un enfrentamiento, fue un enfrentamiento! Y con la misma, nos sacaron de la urbanización en la camioneta.
Yo no quería irme sin antes ver a mi hijo.
¡Dios! Esto es un desespero, una agonía, un dolor muy feo y fuerte. Yo tenía muchas emociones encontradas. Le preguntaba a mi hija Ingrid y a mi vecina Yorlenis: ¿Qué pasó? ¿Qué es todo esto? Solo le pedía a Dios que mi hijo estuviera bien. No quería aceptar que mi hijo estuviera muerto. No, no lo aceptaba. Hoy en día no lo acepto.
Al salir del urbanismo, había aún más carros y motos. Por todos lados policías, GN, PTJ, vestidos de negro. También dos tanquetas y varias grúas. Había perros. Los cargaban los que estaban de negro.
Los policías nos sacaron hacia un cruce de la urbanización, justo en un puente. Nos bajaron y nos recibieron unos GN. Estos nos empujaron y maltrataron verbalmente con palabras groseras, ofensas.
Cuando matan a mi hijo eran justamente las 2:30 am. Vi la hora en el reloj que cargaba el hombre que me tenía recostada contra la pared…
Los GN nos quitaron a los bebés y empezamos a pelear con los que nos tenían aguantadas. Yo veía que se los llevaban al monte. Gritábamos pidiendo auxilio. Duro, muy duro. Yo no podía más con todo esto. Temíamos que nos mataran a los bebés.
Mi hijo Joel Antonio no lloraba, no hablaba. Solo se quedaba con sus ojitos bien abiertos viendo todo, callado. Mantuvo todo ese tiempo entrelazados los deditos de sus manos. ¡Mi pobre hijo, bañado en sangre de su hermano! A los niños los retiraron como a cinco metros de distancia.
El padre de Ángel trabaja como mototaxista. La familia Torrealba Meza vive en Villa Zoíta, un urbanismo de la Misión Vivienda en San Antonio Sur, municipio García, en la isla de Margarita.
Hubo un momento en que yo perdí la razón. Mi hija dice que yo actuaba de manera extraña. No sabía dónde me encontraba, ni qué hacía en ese monte, en la calle. No sabía qué sucedía. Luego de un rato, volví en mí.
Los GN nos tiraron boca abajo a las tres. Yo escuchaba que la bebé lloraba y mi chiquito no. Él se había quedado como lo pusieron, sentado, agarrando sus piernitas contra su cuerpo. Y miraba.
Los GN nos decían: Cómo no se nos escapa un tiro y matamos a estas malditas… Y se reían. Los policías también se reían. No entendí nunca por qué se ensañaban tan feo con nosotras.
No sé cuánto tiempo pasaría cuando logré girar la cabeza hacia el otro lado de la calle y vi una camioneta que había estado al frente de mi casa. Atrás vi las sábanas y las colchonetas donde dormía mi hijo. Y dije por dentro de mí: ¡Dios, que no sea mi hijo el que llevan ahí! ¡Que no sea, arrópalo con tu manto y cuídamelo Diosito! ¡Cuídamelo!
Yo no quería darme cuenta de que mi hijo estaba sin vida, no quería…
La bebé dejó de llorar. Se había quedado dormida ahí, en el monte. Sin saber si una culebra o algún animal nos la podía picar. Mi hijo Joel Antonio todavía seguía despierto.
Al poco rato, vemos entrar varias camionetas de pasajeros a la urbanización. Allí se llevaron a todos los hombres que habían sacado de sus casas: hombres mayores y jóvenes también. Yo, como podía, gritaba a cada camioneta que pasaba: ¡Hijo, Ángel Joel, dame una señal de que vas ahí!
Las camionetas pasaban muy rápido. Ya estaba amaneciendo.
Al salir el sol, llegaron unos GN a traerles comida a los otros. Sin cruzar palabras veo a mi hija y ella entendió lo que le quería decir. Los GN dicen: Vengan a comer. Tranquilos, que esas perras no se moverán de ahí. ¿No ves cómo una está reventada? Esa era yo. Pero a mí no me dolía nada en mi cuerpo. Solo me dolía el alma, mi vida, en esos momentos.
Los GN nos quitaron el fusil de la cabeza y nos dieron la espalda. Cuando se llevan el primer bocado de comida a la boca, nosotras salimos corriendo. Agarramos a los bebés cargados y corrimos monte adentro. Cuando los GN se dieron cuenta nos lanzaron varios disparos. Gracias a Dios que no nos dieron a ninguna.
Corrimos por un camino que está por el monte hacia la avenida. Nos encontramos con un vecino y me dice: ¡Vecina, y que hay un muerto! Y yo le dije: ¡No vecino, no me diga eso, no, por favor! Yo necesito saber de mi hijo.
Yo solo vestía una bluma y una camiseta. Estaba descalza y golpeada. Mi hija descalza y mi vecina también. Así cruzamos la avenida, hacia el internado que queda casi al frente de la urbanización. Allí trabajaba un amigo de mi vecina. Fuimos a pedirle que me ayudara a llegar al hospital. Yo decía que mi hijo estaba herido. No encontramos buena respuesta del amigo. Él estaba saliendo para trasladar a unos reos a los tribunales.
Al lado del penal hay una urbanización. Allí vive mi padrino de religión. Corrimos hasta su casa. Al ver al padrino me fui en llanto. Yo le decía que me dijera que mi hijo estaba bien. La expresión en su rostro fue espeluznante. Nunca se me olvidará su rostro.
Mi hija le pide que por favor le regale una llamada. Ella llama a una vecina. En su casa era donde mi hijo Ángel Joel y su hermana se la pasaban. Se llama Ingrid Gutiérrez. Mi hija la llamó para saber de su hermano. Ella le contestó, e inmediatamente mi hija grita: ¡Ay Dios! ¡No puede ser! ¡Mi hermanito no! Mi hija empieza a llorar y vuelve a gritar: ¡No Dios! ¡A mi hermano me lo mataron, no Dios!
Yo no supe qué hacer.
De la casa de mi padrino salí corriendo hacia la avenida. No podía parar de correr. Hasta que un señor cerca de la avenida me aguantó de manera brusca. Yo solo le decía entre lágrimas: ¡Por favor, dígame que mi hijo no está muerto! ¡Por favor, dígame que mi hijo está bien! ¡Ayúdeme a llegar a donde está mi Ángel, por favor! Yo abrazaba muy fuerte al señor. Y las piernas se me desmayaban.
Ese señor paró un taxi y le pidió al chofer que me llevara al hospital.
El camino hacia el hospital se me hizo largo y feo. Yo veía todo de otro color, de otra forma. Todo era lento para mí. No paraba de llorar y de decir que No. Que todo esto era una maldita pesadilla.
Fui primero al Hospital Luis Ortega. Todavía tenía la esperanza de que mi hijo estuviera vivo. Luego fuimos a la morgue.
Había una señora llorando y hubo un momento en que me quedé paralizada viendo a la señora. Yo me decía: No, mi Dios, el que está allí no es mi hijo. Es el hijo de la señora. Y vuelvo en mí.
No me dejaron pasar a la morgue. Y entre el llanto y mi corazón a pedazos hablo con un chico: Por favor, ayúdame. Necesito saber si en la madrugada o ahorita han traído a un adolescente para acá. Él es de Villa Zoíta. Fue víctima de la OLP. Por favor, dime…
El chico muy amablemente me dijo: Cálmese, señora. Aquí no hay ningún adolescente. Aquí trajeron a un joven como de 21 o 22 años. Es alto, blanquito. Por la edad pensé: Ay, Dios mío, ese no es mi hijo, no es. Y me dije entonces: está con su papá detenido.
Mi hija se levantó de la acera y me dijo: No, mamá, ese es mi hermano. Y yo le grité: ¡No! ¡No! ¿No ves que dijo que es un joven de 21 o 22 años?, y tu hermano es un adolescente de 16 años. ¡Ingrid, por Dios!
Mi hija, llorando, le pidió al chico que le tomara una foto a ese joven, para saber si era su hermano. Bueno, voy a hacer una excepción por ustedes, pero eso no se puede hacer…
El chico se fue y regresó al momento.
Nunca olvidaré esa imagen en ese celular. Ese rostro, esa cara… Era mi hijo. Él estaba ahí, con sus ojos medio cerrados, su boca medio abierta. Sí, era él.
Yo me quería morir. Yo pedía que me dejaran verlo. Y nadie salía a atenderme. Me arrodillé en las rejas de la morgue y llamaba a mi hijo.
Hijo, contesta, sal de ahí. Hijo, Ángel Joel, por favor dime algo. Hijo, estoy aquí afuera esperándote. Los médicos te están curando papá. Ya vas a salir. Bebé, dime algo…
Yo sé que perdí la cordura, pero juro que la voz de mi hijo la escuché. Hoy en día la sigo teniendo en mi mente. Su voz.
Él me contestó: Ya voy má, ya voy a salir, no llores… Esas fueron sus palabras. Yo volteé a donde estaba mi hija y le dije: Tu hermano me dijo que ya salía. Me habló. Está bien. Y la niña me vio, agachó la mirada y siguió llorando.
Así pasaron muchas horas.
Salió un hombre de la morgue y me pregunta los datos de mi hijo. Yo no me acordaba ni de su fecha de nacimiento, ni dónde vivía, ni qué hacía, nada. Todo de mi hijo se me puso en blanco. Solo sabía que era mi hijo, que se llamaba Ángel Joel y tenía 16 años.
Mi esposo me cuenta que después de que a él lo sacan de la casa, todo golpeado, lo pusieron junto a otros vecinos que tenían agachados entre dos carros. Los tenían ahí ocultos, la GN. De adentro de mi casa salió uno de los PTJ vestido de negro y dio la orden de que los mataran porque no querían testigos, porque hubo un error…
Mi esposo vio cuando sacaron a mi hijo, como si fuera un perro. Lo tiraron a la calle. Los bastardos esos…
Todos me dicen, hasta mi esposo lo dice, que el niño iba aún con vida. Agonizaba. Su papá quería correr a donde estaba él. Pero los que lo tenían esposado no lo dejaron. Él llamaba a su hijo, y el niño buscaba a duras penas a su papá. Lo miraba como preguntándole: ¿Papá qué pasó? ¡Tengo mucho dolor! O, quizás preguntándole a su papá por qué él.
Él balbuceaba. Los GN decían: ¿Los matamos? De repente, alguien dijo: ¡No más masacre aquí! Hubo una equivocación, no nos equivoquemos más. ¡Recojan a ese chico!
Los GN agarraron a mi hijo aún con vida y lo tiraron en la camioneta. Allí le lanzaron encima las colchonetas y las sábanas donde dormía.
Mi esposo gritaba que se lo dejaran llevar a un médico. Pedía por favor y nadie lo escuchaba.
En esa camioneta llevaban a un joven que también habían sacado de su casa. Lo habían golpeado y si no hubiese sido por su madre lo matan igual. A él lo tenían encapuchado. Pero cuando tiran a mi hijo en la camioneta, el joven se percata de que habían lanzado a alguien. Él escucha que mi hijo, entre dientes y en su agonía, llamaba a su papá y a su mamá. Tosía.
Como pudo, este joven, conocido por toda nuestra familia, lo reconoce y le dice a mi hijo: ¡Ay Dios, Ángel, panita, aguanta por favor, aguanta! El joven empezó a gritar: ¡Miren! Por qué está este menor aquí. Él no tiene nada que ver con nada de todo esto. Él no es malo. ¡Ayúdenlo! Gritaba una y otra vez.
El joven me cuenta que, al poco rato, prendieron la camioneta y se fueron. Es cuando yo veo pasar la camioneta con las sábanas y las colchonetas. Me dice que a la altura de La Isleta II se detuvieron. Los guardias se bajaron, se fumaron unos cigarrillos y se pusieron a hablar.
El joven seguía diciéndole a mi hijo que aguantara. Y les seguía gritando a los guardias: ¡Apúrense malditos, apúrense!
El joven no sabe cuánto tiempo pasó exactamente. Sintió que fueron muchas horas. De repente escuchó que Ángel Joel dijo con voz muy clara: Bendición pá… Bendición má… Y no dijo más.
El joven empezó a gritar de nuevo, que se apuraran, que Ángel se estaba muriendo: ¡Corran, por favor, corran! Los funcionarios al oír esto se dirigieron a donde estaba mi hijo. Al tocarle el cuello vieron que no tenía pulso. Ya murió, dijeron. Y luego al joven: Lo siento chamo, pero era una orden que teníamos, lo siento…
¡Dios, Dios, Dios!
Mi hijo aún estuviera con vida. Él luchó mucho tiempo. Se le vio en su rostro de dolor.
Desde ese momento de mi vida todo cambió. Todo lo veo de otro color. Todo lo veo gris. Y mi risa es una hipocresía. Nada de lo que ven en mí es verdad.
Yo he dejado ese cuarto donde lo mataron tal como quedó. No he limpiado la sangre, ni las sábanas, ni las marcas de las balas. Han pasado dos años y todo está igual, para que las huellas y las evidencias no se borren. Es horrible entrar a mi cuarto y ver todo así, pero prefiero sufrir y tener las evidencias para que algún día se haga justicia. Todavía a estas alturas no me han dicho nada. Ese expediente lo congelaron.
A lo mejor me estoy volviendo loca con todo esto, pero yo siento que los puntos donde le dispararon a mi hijo son los mismos donde a mí me duele el cuerpo. Yo sé que estoy enferma y que me duele todo, pero a mí me duele más en el lugar a donde a mi hijo le pegaron los tiros. Siento mucho dolor.
Cuando veo a mi hija Ingrid Johanli, sola, pensativa y triste, pienso que a ella le debe doler hasta la piel, por la ausencia de su hermanito Ángel Joel. Cuando veo a mi hija llorar me entra aún más odio. Y lo que me provoca es salir a encontrar a los asesinos de mi hijo Ángel Joel Torrealba Meza.
Olga Meza escribió esta historia con el acompañamiento de la psicóloga y escritora Carmen Elena Ochoa. Las fotografías y videos son de Javier Volcán. La participación de Olga Meza en este proyecto fue posible gracias al apoyo del Comité de Familiares de las Víctimas (Cofavic).