El día 22 de agosto de 2017 ajusticiaron a mi hijo unos desgraciados policías, sin tenerle piedad y con sus niños presentes. Estas líneas las escribo con mucha tristeza desde mi corazón, al cual destruyeron así como nuestras vidas.
En estos 4 meses y 14 días que han transcurrido desde entonces, he soñado con mi hijo Daniel como tres veces y esos sueños me han parecido muy reales. En los sueños nos hemos hablado y le he pedido perdón porque no estuve en el momento que me llamó y cuando más me necesitaba en su vida.
Sueño 1:
Lo vi como en la entrada de una tienda. Él corrió a abrazarme y a decirme que no fue mi culpa, y me abrazó muy fuerte.
Sueño 2:
Estábamos en el callejón y había mucha música y él reía mucho, disfrutaba de la música. Luego subió las escaleras de la casa y no lo vi más.
Sueño 3:
Fue el día de los Santos Difuntos. Me pareció tan real. Yo estaba sentada en la cama viendo a un lado. Cuando voltee él estaba arrodillado viéndome. Y me abrazó. Le dije: “¿Hijo que haces aquí? Gracias por llegar para abrazarme”. Él me veía y me veía. Estaba lleno de polvo o tierra. Los niños también estaban en el cuarto. Él solo los miraba sin decirles nada. No los tocó.
Cuando Daniel Alejandro, mi nieto de 3 años, llora, lo llama “ven, papá, ven”. Eso me pone peor. Comienza a decir que su padre no llega, que no lo entregan del médico, porque así le dijeron las basuras de los policías al niño mientras estuvieron aquí en mi casa, el día que me mataron a mi hijo.
Yo solía decirle: “Daniel, cuídate mucho por favor, no quiero que te pase nada malo, porque me va a dar algo si te llegara a perder”. Él me decía: “Mamá, no te voy a faltar, quédate tranquila”. Y me decía: “Yo me voy a morir primero que tú, porque si tú te mueres, yo me muero detrás de ti, mamá eres muy importante para mí”.
Por estas escaleras se sube a la casa de Elibeth, en el callejón Rondón de Los Rosales, Santa Rosalía, en Caracas.
Mi hijo José Daniel Bruzual Pulido nació el 25 de mayo de 1990 en el hospital de Lídice (Caracas). Era el segundo de mis hijos. El primero se llamaba Johan Daniel y también murió.
Conocí al padre de mis hijos cuando yo tenía 16 años. Fue mi gran amor. A los 17 quedé embarazada de mi primer hijo. Ese negrito, Yohan, llenó mi vida de amor. Su papá, José, se quedaba en la calle, no le importábamos ni su hijo ni yo. Pero lo amaba y aguanté. Cuando el niño tenía 1 año y medio nos mudamos al 23 de Enero. Allí la vida fue peor: él vivía en casa de su abuela y yo con el niño en casa de mi madre.
A los tres meses quedé embarazada por segunda vez. Aunque no estábamos estables, yo me sentía feliz porque tenía un pedacito del amor de mi vida dentro de mí. Rompí fuentes, pero no sentía dolores. Cuando me palparon en el hospital de Lídice, al bebé no se le oían los latidos. Me mandaron para la Maternidad Santa Ana del Seguro Social para inducirme el parto. Fue todo el día pariendo al niño. Pensaron hacerme una cesárea, pero al final mi hijo nació por fórceps con 3 kilos y 55 centímetros.
Cuando Daniel tenía 8 meses, nos vendieron una casa en Macuto y ahí vivimos hasta la tragedia de Vargas. Esa casa me encantaba, se veía el mar y era grande para mis hijos. Un día estaba limpiando y dejé un tobo con agua, y en un descuido Daniel se metió dentro. Estaba ahogándose. Fue un susto muy grande. Sin embargo, era un niño tranquilo, le encantaba comer tierra. Jugaba con su hermano Yohan y se peleaban como todos los hermanos.
A los dos años tuve mi tercer embarazo. Una niña: Yaderlin. El padre nos dio mala vida. Se dio al vicio, no quería trabajar y yo limpiaba casas para traer la comida para mis hijos. Ellos fueron niños estudiosos. Yo jugaba con ellos, les enseñaba los juegos de varones, trompos, papagayos, metras. Fueron buenos hermanos y nos hicimos muy unidos.
A Daniel siempre le pasaron cosas muy fuertes: heridas, puntos. Una vez le dio una celulitis en el hueso de la cadera que lo mantuvo hospitalizado como 20 días sin poder mover las piernas. Yader y Yohan eran asmáticos. Y Daniel, a los 8 años, comenzó a dormírsele la mitad del cuerpo. Le hicieron exámenes. Pruebas de todo tipo y nada. Al final el médico me dijo que estaba absorbiendo los problemas que teníamos su papá y yo. Tenía que verlo un psiquiatra.
Una gorra de José Daniel en la cama donde solía dormir.
La tragedia del estado Vargas nos hizo mudarnos nuevamente a Caracas. El deslave fue un trauma para los niños; para todos, tantos muertos, la furia del agua. Entonces a mi esposo le vendieron una casa, pero había que hacerle arreglos. Él puso a los niños a trabajar. Llegaban del colegio y ellos mismos eran los obreros: levantaron tres pisos.
No sé cómo aguanté tanto maltrato. Ellos no tenían vida social de niños, ni descanso.
Un día me fui con los varones. Ya estaban grandes. Daniel se enamoró de una muchacha y la embarazó, y se fue con ella a vivir a Charallave. Yader, mi hija, se quedó en la casa hasta que el padre la corrió porque su nueva esposa no la quería. Yohan, quien ya se había recuperado de las drogas, en las que cayó por el maltrato de su padre, rehízo su vida en Villa de Cura, hasta que lo mataron por un error. El Cicpc puso en el informe “causa de muerte: ajuste de cuentas”. Dos tiros. Tenía 27 años. Ocurrió el 26 de febrero de 2014.
Nuestras vidas continuaron con mucho dolor, por la pérdida de Yohan. Pero mis nietos trajeron mucha alegría a la familia; primero Daniel Alejandro, después Ángel, los hijos de Daniel, y luego Anastasia, la hija de Yader, que tiene 2 años y 11 meses.
Hasta febrero del 2017.
Daniel venía de llevar a sus hijos a la casa de su madre, en la moto de mi pareja. Más arriba de mi casa había una alcabala del Cicpc. Lo pararon. No tenía los papeles de la moto y se lo llevaron detenido. Llegué a buscarlo y ya lo habían soltado. La condición fue conseguir 10 mil bolívares o lo “sembraban”. Hubo que darles la plata. Luego, en el mes de mayo, cuando iba a buscar a los niños al colegio en una moto prestada, lo detuvo la PNB. Le pidieron papeles, revisaron su teléfono y le quitaron el dinero que llevaba encima. Estuvo detenido hasta que llegó el dueño de la moto a buscarlo y lo sacó.
Meses después, el 19 de agosto, Daniel fue a una fiesta después de mucho tiempo. Había amanecido y se quedó durmiendo hasta la tarde. Era domingo. Yo había tenido una semana libre y empecé a trabajar el 21 de agosto otra vez.
El día 22 de agosto, como a las 6:00 de la mañana, se escucharon disparos en el otro barrio. Muchos tiros y sonidos como granadas, o algo así. Uno de esos “teatros” que hacen los policías. Mi hijo subió al piso de arriba de donde vivimos. Nuestra casa es de dos pisos, él vivía y dormía abajo. Cuando lo vi, le pregunté: “¿Qué pasó, por qué te levantaste tan temprano?”. Y me respondió: “Por la cantidad de tiros que se oyen”. Yo le respondí que eso era en otro lado. Nos asomamos a ver y desde mi casa se veía a los policías corriendo como locos y disparando. Nos metimos para la casa. Yo le dije: “Hijo, cuidado, no vayas a salir al callejón”. Él me respondió: “Tranquila, mamá”. Y le repetí: “Hijo, cuidado, porque seguro esos policías van como locos por todo eso”. Y él me respondió: “Mamá, quédate tranquila, eso no es por aquí”.
Qué me iba a imaginar yo que todo iba a terminar dentro de mi casa.
La urbanización El Valle puede mirarse desde la ventana de la casa de Elibeth.
Antes de irme a mi trabajo, pasé por su cuarto y le dije: “Hijo, me voy, Dios te cuide. Voy a llegar un poco tarde porque voy a Catia a comprar algo”. Y cerré la puerta, sin saber que era el último adiós que le daba.
No dejan de caer lágrimas de mis ojos. Qué tristeza siento en mi corazón.
Eran las 7:10 de la mañana. Me fui sin ver nada extraño por mi casa. Como a las 9:00 me llamó un vecino, preguntándome dónde estaba yo. Le dije: “En mi oficina, ¿por qué?”. “Véngase rápido para su casa, se oyen disparos y los niños están gritando, véngase”.
Yo pensé que me iba a dar algo, las piernas se me iban a desmayar. Pedí permiso y salí corriendo a buscar una mototaxi. Me llevó hasta El Valle, y allí tuve que agarrar otra porque los jeep no estaban subiendo al callejón donde vivo. El paso estaba cerrado. Subí por el barrio Bruzual y, antes de llegar a mi destino, unos policías que estaban a mitad de camino me bajaron de la moto y no me dejaron seguir. Me ofendieron, me dijeron todas las groserías habidas y por haber. Yo les suplicaba que me dejaran subir porque no sabía nada de mi hijo y mis nietos.
Una señora que estaba mirando todo me dijo: “Ven por aquí”, y me hizo subir por unas escaleras largas. Cuando llegué a la calle de mi casa había muchos policías que me dieron el alto. “¡¿Para dónde vas?!”. Les respondí que me llamaron porque había tiros y necesitaba saber de mi hijo y mis nietos. Uno de ellos, un jefe, me dejó pasar.
Cuando bajo por el callejón, ya estaban en el pasillo de la casa. Otro de ellos me vio y me preguntó: “¿Qué haces aquí? No puedes pasar”.
Yo quería decirle que había disparos en mi casa. Que me ayudara, que yo tenía que saber. Empecé a gritar: “¡¿Qué hacen en mi casa?! ¡¿Qué pasa con mi hijo y los niños?!”. Uno de los que estaba en la parte de arriba del callejón bajó y me empezó a correr. “¡No puedes estar aquí!”.
“¿Dónde están mi hijo y mis nietos?”. Y no me dijeron nada. Hasta que se asomó un policía desquiciado que me veía con cara de sarcasmo.
Estuve parada un rato como hasta las 12:00 del mediodía. Quería gritar, llorar, correr. No sabía qué sentía.
Lo que había ocurrido es que, cuando mi hijo vio el alboroto, se asomó. Venían bajando los policías y le dijeron “¡Bájate de ahí!”. Daniel les respondió: “No voy a bajar. Estoy en mi casa”, y en lo que vio que venían más policías, se metió en el cuarto con los niños. Ellos entraron por el balcón y lo golpearon en la cabeza. Él, inmóvil, no reaccionó, porque los niños estaban allí presenciando todo.
Ellos lo agarraron y lo sacaron del cuarto caminando, lo obligaron a agacharse. Cuando lo tenían arrodillado, sacaron al niño, que tiene 4 años, preguntándole: “¿Dónde está el arma de tu papa? ¿Dónde está la pistola?”.
Lo empujaron delante de su papá. El niño les dijo que la pistola estaba en el cuarto de la abuela. Y es la verdad. Los niños no mienten. Mi pareja es escolta y tiene un arma con sus permisos y todo, y claro, el niño la ve a diario y por eso se los dijo. Forzaron la puerta de mi cuarto para buscar el arma y llevársela, pero no consiguieron nada porque mi pareja estaba trabajando y se la había llevado. Nos robaron dinero, cuchillos y, a mi hijo, la cartera y el reloj.
Llegó desnudo al hospital de Coche. Mi nieto me contó todo lo que hicieron en la casa. Vio a su papá tirado en el piso todo lleno de sangre.
¡Qué dolor que siendo tan pequeño le haya tocado presenciar un hecho tan terrible en la vida! Desde ese día, si oye un ruido como un disparo, se asusta, y si escucha una moto de las que “ellos” usan, dice que vienen a la casa. O si ve un policía empieza a temblar y recuerda lo ocurrido con su papá.
El día del entierro, del último adiós, yo quería que me lanzaran encima de su urna. ¿Quién me va a esperar en la casa? ¿Quién me va a llamar por teléfono cuando yo esté hasta tarde en la calle? ¡Hijo, te quitaron la vida, por estar asomado en el balcón de tu casa!
Ahora viene lo más fuerte, hacer que paguen los asesinos, que se haga justicia. A la Fiscalía ya fueron a declarar mis familiares, que estaban en sus casas cuando pasó todo. Mi primo declaró que los policías corrían en un mismo sitio y llamaban por radio y pedían: “¡Apoyo, apoyo, hay muchos corriendo!”. Era mentira. Levantaban un zinc que está en la puerta de la entrada de mi casa y lo sonaban con fuerza y decían: “Están por los techos. ¡Vengan, vengan!”.
Y era mentira, todo ese ruido lo hacían ellos corriendo por la platabanda.
Después que mataron a Daniel, ellos mismos limpiaron la sangre del piso, después de que me lo ajusticiaron, y rompieron la pared donde quedaron las balas que supuestamente disparó mi hijo.
Nosotros vivimos en esta casa y al lado viven varios familiares. Mi primo Pablo, que estaba viendo todo, lloraba escondido sin poder hacer nada. Mientras, la esposa de mi primo subía las escaleras, porque mi hijo pedía auxilio, la llamaba. “¡Ayúdame, sube, llama a mi mamá. Me quieren matar!”. Un policía la agarró y la bajó por las escaleras ahorcándola. Así se la llevó hasta que se metió en su casa y no pudo salir más. Desde la ventana miró todo y escuchó lo que estaba pasando.
Como a la media hora me llamaron para decirme que fuera a buscar a los niños. El corazón se me iba a salir del pecho cuando los vi y ellos me vieron. Fueron tan increíbles nuestras miradas. ¡Jamás nos miramos de esa manera! No tenían camisa ni zapatos. Una prima fue la que los vistió con ropa de su hijo.
En la esquina de una puerta, en la casa de Elibeth, puede verse todavía un impacto de bala. En noticias publicadas dice que José Daniel fue asesinado por funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), y que la muerte fue producto de un enfrentamiento.
Como a las 12:00 del mediodía me dieron la noticia más espantosa de mi vida. Se repitió la historia: me volvieron a quitar otro hijo. Quería correr a mi casa y quitarles la vida a esos asesinos, y saber por qué lo mataron si él solo estaba con sus niños, cuidándolos. No entendí lo que pasó y todavía, a tantos meses, sigo sin entender.
Me lo mandaron al hospital de Coche. Llegó mi hermana y se llevó a los niños para que no anduvieran conmigo en esas cosas. Llegó mi hija Yader con su esposo en el carro y nos fuimos a buscarlo en la emergencia. Me dijeron que no estaba, que buscáramos en la morgue del hospital. Nos dijeron que habían llegado cuatro cuerpos del barrio Bruzual en El Valle. Yo le dije que nosotros no vivíamos allí. “Busque una foto de él a ver si es uno de los cuerpos que llegaron”, me respondió.
Les entregué mi teléfono, para que vieran la foto, y cuando salieron me dijeron que sí, que él era uno de los muertos. Quería morirme junto a él, mi hijito amado. ¡Que desconsuelo! Sentí mi vida destruida en pedazos.
Las personas de la morgue me mandaron a poner la denuncia en el Cicpc de la avenida Urdaneta. Subí al piso 4, donde se formulan las denuncias. Me asignaron un detective. Mientras yo le contaba lo que había pasado, él escribía. Yo pensé que era así. Él puso todo lo que no le dije en la declaración. Escribió que mi hijo murió en el hospital de Coche y que vivía en el barrio Bruzual, en la calle principal número 05-01. ¡Dios! Yo no me di cuenta, porque estaba tan mal, que no leí lo que firmé. Mi dirección es calle Los Postes, callejón Rondón, casa número 45, Los Rosales, Santa Rosalía. No la dirección que puso ese detective.
Cuando yo estaba esperando, había otros en la oficina y uno de ellos recibió una nota de voz donde le decían: “Pon que conseguimos en la casa una granada, un revolver calibre 38, una escopeta, un chaleco antibalas”. Cuando escuché eso me dio mucha ira y tristeza, porque los mismos policías nacionales fueron los que hicieron “el trabajito”. Con mucha furia les dije: “Eso es mentira, esa es mi casa, y mi hijo no era un antisocial para que pongas todas esas mentiras”.
Me fui a Bello Monte, donde tenía que llevar ese documento para que me pudieran entregar el cuerpo de mi hijo. Entré y me hicieron identificar el cuerpo. Quería morirme. Pusieron varias fotos en la computadora, hasta que apareció la del cuerpo de mi hijo sin vida con un disparo en medio del pecho.
El cuerpo me lo entregaron el jueves 24, a las 4:30 de la tarde. ¡Qué desconsuelo cuando te llaman para identificar a un hijo para que se lo lleven a la funeraria! Ver a mi hijo allí, metido en esa caja de metal, fue lo peor. Estaba recién cosido, desnudo. Sin poder agarrarlo, ni besarlo por última vez, pensé que me iba a desmayar. No dejé de llorar y desearle lo peor al policía que le quitó la vida. Tan bello que era y tan amoroso conmigo. José Daniel Bruzual Pulido era un padre de familia. Y los policías que le quitaron la vida a mi hijo fueron de la Policía Nacional Bolivariana con el “paro” de que mi hijo era un secuestrador.
He visitado muchos sitios y me han prestado ayuda de una u otra forma. Un día fui a la Fiscalía y conocí a la señora Aracelys Sánchez, fundadora de Orfavideh y quien me habló de Cofavic, y la ayuda que presta a las víctimas de abuso policial. Me dio los números de teléfono y se puso a la orden. De allí en adelante he asistido a muchas charlas, encuentros y, aunque eso no me va a devolver a mi hijo, sé que ayudará a que su muerte no quede impune como quedan muchos casos en este país, donde no hay justicia.
Pido a Dios cada instante para que me ayude a ser fuerte y que consiga la paz que necesito. Pido también que cada día haya más acciones para luchar y que los asesinos de mi hijo paguen por su culpa.
Elibeth Pulido escribió esta historia con el acompañamiento de la periodista y escritora Yoyiana Ahumada. Las fotografías y videos son de Andrea Sandoval. La participación de Elibeth Pulido en este proyecto fue posible gracias al apoyo de la Organización de Familiares Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos (Orfavideh) y del Comité de Familiares de las Víctimas (Cofavic).